domingo, 5 de octubre de 2008

La fraga de Cecebre

La Fraga de Cecebre

Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un
agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y
tierra a su alrededor. Subieron luego por él, prendiéndole varios hilos
metálicos y se marcharon para continuar el tendidode la línea.
Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga
permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque ya
se ha dicho que su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más
cerca de él, que era un pino alto, alto, recio yrecto, dijo:
--Han plantado un nuevo árbol en la fraga.
Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al
pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del
roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados
miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento
separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
--¿Cómo es? ¿Cómo es?
--Pues es -dijo el pino- de una especie muy rara. Tiene el tronco
negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un
blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
--¡Es muy elegante, muy elegante! -transmitieron unas hojas a otras.
--Sus frutos -continuó el pino fijándose en los aisladores- son
blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las
hojas del acebo.
Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
--Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde
terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni
se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni
un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo
sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron
en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que
se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban
vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como
un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más
precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a los
que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y
el orgullo de tenerlo entre ellos.
Ninguno se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía
haber notado las presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino
alto, recio y recto se decidió... sin saber cómo. Su tronco era
magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera lo
sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y
sencillo. El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la
primavera; las hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus
funciones con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo
húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de flores
silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al
Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al
marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter
sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa como
la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un poquito,
igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso a cantar.
Como estaba contenta y en la plenitud de su vigor, prefirió de su
repertorio una canción burlesca: la que copia el atenuado fragor del
tren cuando avanza, todavía muy lejos, entre los pinares de Guísamo. Es
la que más divierte a los árboles, porque lo imitan tan bien que muchos
aldeanos que pasan por las veredas se dan a correr al escucharla,
creyendo que el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo.
Con esto los árboles gozan como niños traviesos.
El pino, cantando en sordina entre los largos dientes de sus hojas,
tenía un papel principal en el coro del bosque y merecía la fama de
dominar la onomatopeya. Su propia felicidad, el alborozo pueril de
aquella diablura, le movió a decirle al poste:
--¿No quiere usted cantar con nosotros?
El poste no contestó.
--Seguramente -insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía-
su voz es delicada y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las
nuestras.
El poste silbó malhumorado.
--¿Y a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?
--Imitamos a un tren remoto.
--¿Y para qué? ¿Son ustedes el tren?
--No -reconoció el pino, avergonzado.
--Entonces, ¿qué pretenden con esa mixtificación? Ya que usted me
interpela, le diré que no encuentro seria su conducta.
--¿Quizá le agrada más la canción de la lluvia?
--No.
--¿Acaso la canción del mar?
--Ninguna de ellas. Este es un bosque sin formalidad. ¿Quién podría
creer que árboles tan talludos pasasen el tiempo cantando como ranas?
Yo no canto nunca, susurro apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos,
escucharían el murmullo de una conversación, porque a través de mi
pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí que es maravilloso.
Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia y que
todo lo que ustedes hacen a mi alrededor lo reputo como bagatela y
sensiblería, si algunavez me digno abandonar mis abstracciones y
reparar en ello.
La opinión del poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se
atrevieron a entregarse a aquel entretenimiento que el árbol extraño y
solemne, de ramas de alambre, acusaba de frivolidad. Llegó el verano y
los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las mismas
hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los viejos
árboles, daba albergue a una pareja de cuervos y estaba orgulloso de
haber sido elegido, porque esas aves buscan siempre los cúlmenes muy
elevados y de accesodifícil. Un día en que su esencia se evaporaba al
fuerte sol con tanta abundancia que todo el bosque olía a eucalipto, se
decidió a conversar con el poste y le dijo:
--He notado que no adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no
conoce aún a los pájaros que aquí viven y no han hecho su elección. Me
gustaría orientarle, pues supongo que usted sostendría un nido con
agrado. Nos convierten en algo así como un regazo maternal. Yo alojo a
unos cuervos. No molestan, pero confieso que son poco decorativos.
Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que hay
oropéndolas en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta belleza
y originalidad que nodesmerecerían de las que a usted le ennoblecen.
El poste crujió:
--¿Para qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus
arrullos y aguantar su prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza?
¿Cree que soy capaz de alcahuetear amoríos? Puesto que usted me habla
de ello, le diré que repruebo esa debilidad que induce a los árboles de
este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles que no
alcanzan más que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se
atreverán a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los
pájaros que yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hace
falta plumaje de colorines, ni lanzarán un trino por nada del mundo.
¿Cómo podría yo servir a la civilización y al progreso si perdiese el
tiempo con la cría de pájaros?
Estas palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles
hicieron lo posible para desprenderse de los nidos y para ahogar entre
sus hojas el charloteo de los huéspedes alados que iban a posarse en
las ramas.
Sobre el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina
que quedaron allí, inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes.
De ellas arrancaban el sol destellos de los siete colores, y el pino
estaba satisfecho de ser -tan esbelto, tan oloroso y tan enjoyado- una
maravilla viviente.
--¿Se ha fijado usted en mis collares? -se atrevió a preguntar al
vecino.
--Sí -aprobó esta vez el poste-; claro que usted llama collares a lo
que no son más que gotas de resina. Pero la resina es buena: es
aisladora (el pino ignoraba de qué), y es más digno producirla que
dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que está detrás de
usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no
conseguirá crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es
algo. Le aconsejo que se deje dar unos cortes en el tronco, a un metro
del suelo, y así segregará más resina.
--¿No será muy debilitante? -temió, estremeciéndose el pino.
--Naturalmente, debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted
que eso se opone a hacer una buena carrera.
--¡Ah! -exclamó el árbol, que seguía sin entender.
--Hasta le favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron
sangrados abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la
Resinera Española. Y ahí los tiene usted, ahora con muy buenos puestos
en la línea telegráfica del Norte, dedicados también a la ciencia.
Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros.
Durante varios días seguidos los árboles no conocieron el reposo.
Incesantemente encorvados, cabeceando y retorciéndose, llenaban el
bosque del ruido siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas.
Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus hojas
secas, arrebatadas por el huracán, parecían llevar demandas de socorro.
Temblaban desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no
se compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó
roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo,
pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron resbalar hasta
el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la
fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un bosque un árbol añoso es
tan entristecedor y tan visible como el que deja un muerto en su hogar.
{únicamente el poste pareció alegrarse.
--Al fin se decidió a cumplir su destino -declaró-. Ahora podrán
hacerse de él muy hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no
para esconder gorriones y para tararear tonterías. Y ustedes aprendan
de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes he tratado yo
cuando se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos para
gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A qué
espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya es
tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una
fraga ésta! ¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese absorto en mis
labores técnicas, no podría vivir aquí.
Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron
profundamente en los árboles. Las mimbreras se jactaban de tener
parentesco con él porque sus finas y rectas varillas semejábanse algo a
los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque seavergonzaba de
ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar
a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y estristecido, parecía
enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como
morada.
Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes
a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas
herramientas, comprobando, la fofez de madera carcomida por larvas de
insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se rompió.
El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La
curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá
ahora pudieran conocer, por los dibujos del leño, la especie a que
pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.
--¡Mira e infórmanos! -rogaron los árboles al pino.
Y el pino miró.
--¿Qué tenía dentro?
Y el pino dijo:
--Polilla.
--¿Qué más?
Y el pino miró de nuevo.
--Polvo.
--¿Qué más?
Y el pino anunció, dejando de mirar:
--Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.
Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la
alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros
volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en
trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua,en la que toda
la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o
pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más
grave es esto: vivir.
El bosque animado (1944).

fraga: bosque gallego.
onomatopeya: aquí, imitación del sonido del tren.
mixtificación: engaño.

Wenceslao Fernández Flórez (1884-1964)
Periodista y novelista gallego. Sus obras oscilan entre un lirismo
con tintes amargos y un humorismo escéptico. Las principales son:
Volvoreta (1917), El secreto de Barba Azul (1923), El malvado Carabel
(1931). El bosque animado (1944) está constituido por una serie de
relatos en torno a un bosque gallego, impregnados de poesía y
humanidad. El paisaje, las costumbres y los tipos, las diversas
historias amorosas, de bandidos, almas en pena, de animales y plantas,
etc., componen una verdadera obra maestra.

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